Preguntarse por el origen de la arquitectura podría parecer una actividad ociosa; con seguridad todos nosotros tenemos una idea común al respecto, lo que le da la legitimidad suficiente para sobrevivir a través del tiempo. En líneas generales imaginamos lo siguiente:
La arquitectura comenzó hace mucho tiempo, cuando un bicho a mitad de camino entre el hombre y el mono, harto de mojarse y ante el terror que le producía el estruendo de rayos y truenos, se las ingenió para levantar una cubierta que lo protegiera. Esta ocurrencia desató su ingenio y el hombre ya no pudo detenerse en la fabricación de herramientas y organizaciones complejas, dando origen a lo que hoy conocemos como civilización.
Nuestro relato semeja una línea más o menos recta jalonada por la idea del progreso. Pero al hacer esto no reparamos en una consideración previa que sin embargo plantea reflexiones profundas e inquietantes. No podemos olvidar la estrecha relación existente entre la naturaleza de algo y el relato de su origen. Así, definir los principios de la arquitectura pasa por la narración de sus comienzos en el tiempo. Y esta relación actúa además en ambos sentidos. Un determinado relato de origen, conlleva una definición de la arquitectura. En nuestro caso, del relato de origen mencionado podemos inferir las siguientes consideraciones:
1 El origen de la arquitectura es algo arquitectónico.
2 La arquitectura imita la naturaleza.
3 La arquitectura es producto del instinto.
4 La razón de ser de la arquitectura es buscar protección.
5 El origen de la arquitectura está en fabricación de un refugio.
Estas aseveraciones obligan a su vez a formular nuevas preguntas:
1 ¿Tendrán la arquitectura y las demás prácticas artísticas
un origen común?
2 ¿Las artes en general imitan la naturaleza o el concepto
de naturaleza será producto de ellas?
3 ¿La arquitectura responde al instinto o es un producto
de la técnica y de la memoria de los hombres?
4 ¿Y si los primeros gestos de la arquitectura no estuvieran
vinculados a la búsqueda de refugio y la supervivencia?
5 ¿Y si el origen no fuera una cabaña sino un templo?
Detrás de nuestras creencias y quizás para nuestra sorpresa descubrimos que estas ideas están firmemente soportadas en dos mitos que perduran hasta nuestros días: el mito del Buen Salvaje y el mito de la Cabaña Primitiva.
Ambos mitos inauguran lo que conocemos como la Modernidad, con todas sus bondades, pero también con las sombras de su lado oscuro –como bien lo advertía Goya–, cuando afirmaba que “el sueño de la razón produce monstruos”. No olvidemos que detrás de la bucólica escena de un hombre en armonía con la naturaleza, se esconde la construcción de la “identidad” de un hombre nuevo que dará lugar a la sociedad soñada, muchas veces aniquilando al semejante. Desde entonces nos acompaña la interrogación por la naturaleza (y el origen) de los hombres, no sólo de aquellos que habitan el continente europeo, sino los descritos en tantas crónicas de viajeros unas veces como salvajes, otras como primitivos, o bien como bárbaros, justificando de paso la continuación de la esclavitud, el racismo y las empresas coloniales que diezmarán todas aquellas culturas ubicadas en ultramar.
Y veremos simultáneamente cómo detrás de la idílica cabaña de madera, réplica de las acciones de Robinson Crusoe conquistando su isla, duerme agazapada la eterna idea del Partenón y el mundo griego, como modelo de toda perfección. Estas ideas están en la base de nuestra modernidad: la búsqueda de la igualdad, la libertad y la fraternidad (formas concretas de la verdad, el bien y la belleza).
Durante la segunda mitad del siglo XVIII y parte del XIX, los hombres buscarán reconciliar la imagen del buen salvaje que habitaría los lugares más remotos del planeta con la del hombre primitivo que surgiría en los tiempos más remotos de la historia, sin olvidar por supuesto la larga tradición del mítico Adán y su compañera Eva. Los hombres escarbarán la tierra en busca de fósiles, y comenzará la loca carrera tras el eslabón perdido. Para comprender la dimensión de este delirio basta recordar el escándalo de Piltdown o leer la deliciosa novela de Sir Arthur Conan Doyle, el mundo perdido.
Pero la definición de lo propiamente humano, no pasa por la organización lineal de la escala natural y el hallazgo de un esqueleto mitad simio, mitad humano. Charles Darwin ofrecerá las bases para demoler este último reducto teleológico y comprender finalmente que desde Africa fueron muchas las especies humanas que surgieron para al final sólo sobrevivir una de ellas: Homo Sapiens.
La pregunta inevitable es entonces:
¿Qué le permitió a Sapiens sobrevivir?, o lo que es lo mismo, ¿De qué facultad, habilidad o técnica carecían nuestros primos para continuar habitando con nosotros este mundo?
Esta pregunta por el origen y singularidad de lo humano fue minando poco a poco la potestad de lo divino a pesar incluso del esfuerzo de la Sociedad Lingüística de París que en 1866 llegó a prohibir cualquier discusión sobre el origen del lenguaje.
Hace 60.000 años cohabitaban en la tierra varias especies de homínidos: el hombre de Neandertal, el hombre de Denisova, el hombre de Flores; Sapiens. Sin embargo, todos se extinguieron excepto nosotros. Hoy estamos solos en el mundo.
¿Qué diferenciaba a Sapiens de las otras especies de homínidos y que posiblemente garantizó su supervivencia?
De la mano de dos importantes paleoantropólogos, André Leroi- Gourhan e Yves Coppens, nos olvidaremos del eslabón perdido e intentaremos precisar lo singular del Homo Sapiens, como paso previo y necesario para interrogarnos sobre la naturaleza de la arquitectura y del hombre. Paso que obliga a abandonar la hipótesis del instinto como motor del surgimiento de la cultura.
El intento por definir la naturaleza de ese hombre, nos lleva a indagar sobre la singularidad de lo humano desde diferentes saberes. Consideraciones como el bipedismo, la liberación de la mano, el aumento de la masa cerebral, la manufactura de herramientas, el comportamiento social, la risa, la aparición del lenguaje y la capacidad de hablar, abren un panorama en torno a la naturaleza de la especie y sus relaciones con el mundo natural.
Pero más allá de la evolución biológica, es sobre todo la técnica (instrumental y como soporte de la memoria colectiva), lo que garantizará la transmisión y acumulación de los saberes de una generación a otra dando lugar a la cultura.