La psicología de la educación asume como una de sus principales bases científicas las aportaciones derivadas de los enfoques conductistas (Fernández, 2011), hecho que tuvo un hondo calado tanto en la educación, como en la misma concepción de una psicología que se interesa por temas educativos, sus dificultades, y en si, por el entendimiento de los procesos de aprendizaje. La modificación de la conducta, desde la corrección de esta, para mejorar los procesos de adaptabilidad y eficiencia en la escuela, resultaba primordial. Sin embargo, los retos de las dinámicas sociales, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, junto con nuevas concepciones del sujeto, el ser, y de la misma psicología, llevaron estas posturas conductistas, a entrar en crisis, y a avocar la mirada a otras como las humanistas, cognitivistas y, unos años después, a enfoques sistémicos y emergentes.
En la práctica, el rol del psicólogo educativo y social puede resultar bastante difuso. Aunque tiene un interesante y amplio rango de acción, su función en el contexto real se ve definido por intervenciones más de carácter clínico, social-comunitario y jurídico. Sin embargo, como nos señala Fernández (2011) las funciones del psicólogo educativo han de partir del objetivo último que ha de tener cualquier comunidad educativa (comunidad de enseñanza y aprendizaje): la excelencia de los procesos/productos académicos, profesionales y personales de sus dos principales protagonistas (alumnado y profesorado). La psicología social, se interesa por problemáticas puntuales de contextos relacionales, que definen movilizaciones, comunicaciones, estereotipos y prejuicios inherentes a su cotidianidad.